lunes, 25 de abril de 2011

Era una consciencia clandestina habitante de un submundo de tinieblas. Yacía de incógnito a la otra perspectiva dentro de su angosta y cálida prisión. Su cerebro se alimentaba de los escasos recursos que los sentidos le transportaban desde detrás de la elástica barrera, y hasta sus oídos se acercaban los ecos sordos provenientes de la otra dimensión. Sus ojos abiertos a la oscuridad, sólo recogían claroscuros en porciones muy limitadas de su existencia. Los miembros, anquilosados por el tiempo, padecían de la atrofia que les impelía la estrechez del viscoso cubículo. Mientras, la vida prestada le seguía llegando a borbotones a través de la estrecha conexión que le ataba a la presencia. Pero la placidez de sus días se veía amenazada. Su microuniverso hasta entonces segura fortaleza comenzaba a revelarse muy despacio contra él, empujando sus enjutas carnes y forzando a sus huesos a efectuar contorsiones imposibles en su lucha por adaptar el grueso de su anatomía al reducido espacio que le era cedido por el extraño. Pero la convivencia se tornó insoluble y el monstruo que cohabitaba junto a él, tomó la iniciativa para destruirlo en un afán por ampliar sus fronteras. Un espacio tan limitado no daba para una confortable convivencia con el ser, y el monstruo reclamaba cada vez con más derecho el lugar que el anónimo pasajero poseía. Así que sus músculos se cernieron a su alrededor estrangulando la morfología del ente pensante, que sentía como el mundo que conocía se le echaba encima fagocitándolo irremisiblemente. El parsimonioso acto fue transcurriendo en el tiempo transportando el dolor continuo a los sentidos del desahuciado peregrino, y su vida era engullida entre estertores por la glutinosa cobertura. Finalmente, la textura de sus huesos fue lamida por el ácido que se desprendía del interior de las paredes, hasta que el organismo del inquilino cedió conquistado por la tortura de un dolor tan prolongado, rindiendo su anónima identidad a la muerte. Sanju Bhagat bajó asfixiado de las montañas aquejado de grandes punzadas en el abdomen. Su problema estético, con el que había logrado convivir en el anonimato de su vida de campesino y al que la resuelta ignorancia le había restado interés parecía revelarse ahora reclamando toda su atención. El dolor insoportable le llevó en volandas hasta la ambulancia que le dio transporte urgente hasta el hospital de Nagpur. Pronto reclamó la atención de todo el equipo médico, que le trasladó al quirófano sin demora resueltos a extirparle de inmediato el enorme tumor que acarreaba en el interior de su abdomen. La delgada figura del hombre contrastaba de forma monstruosa con su abultamiento y a todos le pareció incomprensible que aquella persona aún conservara su vida. La diligente incisión dejó escapar primeramente decilitros de líquido pustulento que embadurnaron la estancia con su fétido aroma. Pero el cáncer se hallaba alojado bajo la descomunal cobertura estomacal, así que el doctor provocó un segundo corte en las paredes del órgano. La revelación fue extraordinaria hasta el punto de concitar la perplejidad y el asombro de los asistentes, que si bien creían haberlo visto todo en medicina, estaban muy equivocados. Sanju Bhagat parecía estar dando a luz una insólita criatura de la que fueron asomando las diferentes partes, desmembradas y semiconsumidas por su estómago. Como un macabro rompecabezas, los doctores depositaron los miembros sobre la mesa dando forma a un ser que se destapaba por vez primera ante los ojos del mundo. El hermano gemelo parásito de Sanju, que había logrado sobrevivir cerca de cuarenta años en su interior sin dar más fe de su existencia que el inevitable crecimiento de sus proporciones, causa por la cual acabó siendo repelido por su huésped. Su caso fue mas tarde descrito como la más extraordinaria manifestación del síndrome “fetus in fetu” de la historia clínica de esta única y extremadamente rara sintomatología. (Basado en un caso real. Sanju Bhagat vive en Nagpur, India, y declaró su síntoma en junio de 1999)

sábado, 23 de abril de 2011

Hace mucho tiempo existió una niña llamada Yaiza. Ella era rubia y siempre iba peinada con dos trenzas. Tenía 9 años. El 3 de Abril de 1876 hizo su primera comunión. Su madre le regaló una muñeca de porcelana vestida de comunión que tenía una vela en la mano. En la espalda tenía un que al pulsarlo la muñeca cantaba y movía la vela a la que se le encendía la luz. A la niña le encantó y la colocó en una estantería que tenia en frente de su cama. Esa misma noche, a las tres de la madrugada, se escuchó a alguien cantar. Yaiza se despertó de un sobresalto y vio una luz naranja que se movía en medio de la oscuridad. Recordó que era la muñeca y fue a encender la luz para pararla pero cuando se volvió la muñeca no estaba. Un escalofrío recorrió su cuerpo y el miedo invadió su mente pero tuvo el valor suficiente para buscarla. La buscó en el cajón de su mesita de noche, detrás de los libros, pero no estaba. Entonces escuchó un ruido debajo de la cama y cuando fue a mirar... ¡ahí estaba la muñeca!Tenía un ojo y el traje rotos y la miraba con cara de querer atacarla. En mitad de la noche se escuchó un grito y el silencio reinó de nuevo. A la mañana siguiente sus padres fueron a despertarla y cuando entraron en su habitación se la encontraron muerta en la cama y la muñeca había desaparecido. A su madre le afectó tanto su muerte que cayó en una depresión y todas las noches veía reflejado el espíritu de Yaiza en las escaleras y se ponía a hablar con ella. Nunca supieron quién la mató ni dónde estaba la muñeca.